El volcán Paricutín es uno de esos caprichos de la naturaleza que parecen inventados por un poeta con exceso de imaginación. Nació de la nada en 1943, en un maizal cercano al pueblo de Paricutín, y en apenas unos meses transformó la vida de miles de personas. Hoy, más de ochenta años después, esa cicatriz ardiente de la tierra se ha convertido en un destino turístico que atrae a viajeros de todo el mundo.
Y allí, en medio de bosques de pino y niebla, surge una oferta turística singular: campamentos y cabañas en el área de Nuevo San Juan Parangaricutiro, la comunidad indígena purépecha que no solo sobrevivió a la erupción, sino que hoy organiza servicios especiales para los visitantes.
Este artículo —que rondará las 2000 palabras— explora esa experiencia: dormir en cabañas de madera junto al bosque, caminar sobre lava petrificada, escuchar historias de guías comunitarios y, sobre todo, entender cómo un pueblo convertido en cenizas decidió reinventarse como anfitrión de uno de los paisajes más extraordinarios de México.
El nacimiento de un gigante y la muerte de un pueblo
Para comprender por qué acampar en el Paricutín es tan especial, primero hay que recordar la historia de su nacimiento. El 20 de febrero de 1943, el campesino Dionisio Pulido vio cómo la tierra de su milpa comenzó a hincharse. En cuestión de horas, un rugido subterráneo y una columna de humo anunciaron lo impensable: un volcán nuevo estaba naciendo.
La erupción duró nueve años. Los pueblos de Paricutín y San Juan Parangaricutiro quedaron sepultados bajo la lava. Solo la torre de la iglesia del viejo San Juan resistió como testigo de piedra, emergiendo entre las rocas negras como un dedo acusador hacia el cielo.
Lo que para algunos fue tragedia, para la historia geológica fue milagro: pocas veces en el mundo moderno se ha visto nacer un volcán desde cero, con cronistas, fotógrafos y científicos registrando cada fase. La paradoja es contundente: donde hubo desolación, hoy hay turismo. Donde familias huyeron con lo puesto, hoy llegan viajeros con mochilas y cámaras.
Nuevo San Juan Parangaricutiro: la comunidad que resurgió
Tras la erupción, los habitantes de San Juan Parangaricutiro fundaron un nuevo pueblo, que bautizaron con el mismo nombre pero antepusieron “Nuevo”. No solo reconstruyeron casas y templos, sino que también levantaron un modelo de organización comunal único en México.
Hoy, Nuevo San Juan Parangaricutiro es famoso por su manejo forestal comunitario. Administran sus bosques con tal cuidado que han recibido reconocimientos internacionales por su sustentabilidad. Y esa misma filosofía la han llevado al turismo: no se trata solo de llevar visitantes, sino de hacerlo respetando la naturaleza y revalorizando la cultura purépecha.
Aquí entran en juego los campamentos y cabañas que ofrecen a los turistas. Espacios rústicos, pero cómodos, rodeados de bosques que huelen a resina y tierra húmeda. Dormir allí es escuchar a los grillos como orquesta y a los árboles como muralla.
Las cabañas: hospitalidad de madera y humo
Las cabañas de Nuevo San Juan no son lujos de cinco estrellas, y precisamente por eso tienen encanto. Están construidas con madera de la región, techos inclinados para resistir la lluvia y chimeneas que, en las noches frías, se convierten en el centro de reunión.
Algunas cuentan con lo básico: camas limpias, baños sencillos, electricidad suficiente para encender una lámpara. Otras, más grandes, ofrecen cocinas equipadas y espacio para familias completas. El lujo no está en el mobiliario, sino en la experiencia de despertar entre pinos, abrir la puerta y encontrarse con un mar de neblina flotando como un sueño sobre las montañas.
A menudo, los anfitriones son familias de la comunidad que preparan alimentos tradicionales para los visitantes. Corundas, uchepos, caldo de gallina criolla, tortillas recién hechas en comal. Comer aquí no es parte del “paquete turístico”, sino entrar a la cocina purépecha, donde cada platillo es una herencia transmitida de generación en generación.
El campamento: dormir bajo las estrellas
Quienes buscan aventura más directa pueden optar por el campamento comunitario. Hay zonas seguras, delimitadas y acondicionadas, donde se puede instalar una tienda de campaña. La experiencia es distinta: cocinar al aire libre, sentarse alrededor de una fogata, mirar el cielo estrellado y sentir que, en medio de tanta naturaleza, uno mismo es apenas un destello.
El contraste con la ciudad es abrumador. Aquí no hay ruido de tráfico ni anuncios luminosos. Solo el viento que golpea las ramas y, a veces, el eco lejano de un caballo. Dormir en el Paricutín es dormir con la certeza de que la tierra bajo tus pies estuvo alguna vez en erupción, y que aún guarda en sus entrañas un corazón de fuego.
El servicio de guías: caminar sobre la memoria
Uno de los mayores atractivos de hospedarse en cabañas o campamentos es que la comunidad ofrece servicio de guías al Paricutín. Estos guías, en su mayoría jóvenes purépechas, no solo muestran el camino: narran la historia de la erupción, explican la flora y fauna, y cuentan anécdotas transmitidas por sus abuelos que vivieron la tragedia.
El recorrido puede hacerse a pie o a caballo. A pie, la caminata dura alrededor de cinco horas, atravesando senderos de tierra y campos de lava petrificada. A caballo, la experiencia es más rápida y cómoda, pero igualmente impresionante: cabalgar mientras se elevan alrededor coladas negras y torres de roca que parecen esculturas de otro planeta.
El destino más icónico es, sin duda, la iglesia sepultada de San Juan Viejo. Allí, entre la lava endurecida, se alza la torre del templo de Santiago Apóstol, rodeada de un paisaje apocalíptico. Los guías explican cómo las campanas sonaron hasta el último momento, y cómo los habitantes lograron salvar la imagen del santo patrono antes de huir.
Pero el recorrido no termina ahí: los más aventureros pueden ascender hasta el propio cráter del Paricutín. La subida es exigente, el suelo suelto y arenoso, pero la recompensa es mirar dentro de la boca dormida del volcán, aún caliente en algunas zonas, y entender que estás parado sobre el volcán más joven del planeta.
Turismo responsable: más que un paseo
La comunidad de Nuevo San Juan insiste en que el turismo no sea invasivo. Los guías explican a los visitantes la importancia de no dejar basura, de respetar los senderos, de no llevarse piedras como “recuerdo”. Incluso los caballos que se alquilan están bien cuidados, porque para la comunidad son compañeros de trabajo, no meras herramientas.
Aquí, la experiencia turística es también una lección de respeto. Cada historia contada, cada paso sobre la lava, recuerda que la tierra no es un parque temático, sino un territorio vivo que merece cuidado.
Gastronomía: comer en clave purépecha
Después de una jornada de caminata o cabalgata, el hambre llega como volcán en erupción. Afortunadamente, la gastronomía local está lista para apagarla.
Las mujeres de la comunidad preparan corundas (tamales triangulares envueltos en hojas de maíz), atápakuas (salsas espesas con carne y hierbas), y uchepos (tamales dulces de elote tierno). También hay sopa tarasca, carnitas y, para los más valientes, mezcal artesanal que calienta la garganta y la conversación.
La comida no se sirve en vajillas finas, sino en platos de barro. Y el sabor no viene de recetas escritas, sino de la memoria colectiva. Comer aquí es entender que la hospitalidad purépecha se transmite primero con tortillas calientes y luego con palabras.
Cultura viva: más allá del volcán
Quedarse en las cabañas o campamentos de Nuevo San Juan no solo es una experiencia natural, también es cultural. Los visitantes tienen oportunidad de ver talleres de artesanía en madera, participar en danzas tradicionales o escuchar música de pirekuas (cantos purépechas).
Algunas familias ofrecen demostraciones de bordado o narran historias en lengua purépecha, recordando que la identidad no es adorno, sino columna vertebral de la comunidad. Para el turista curioso, estos encuentros son más valiosos que cualquier postal.
El valor de lo auténtico
En tiempos donde el turismo suele estar dominado por hoteles impersonales y experiencias prefabricadas, el servicio de guías y cabañas en Nuevo San Juan ofrece lo contrario: autenticidad. Aquí no hay escenarios artificiales ni espectáculos diseñados para Instagram. Hay naturaleza real, hospitalidad sincera y memoria viva.
La ironía es clara: lo que nació como catástrofe —la erupción del Paricutín— se transformó en oportunidad. Pero no en oportunidad para grandes corporaciones, sino para la propia comunidad que perdió su pueblo y lo reconstruyó con dignidad.
Conclusión: dormir junto al volcán que nació ayer
Visitar el área del Paricutín y hospedarse en los campamentos o cabañas de Nuevo San Juan Parangaricutiro no es solo turismo: es participar de una historia que aún late bajo la tierra. Es entender que un volcán puede destruir pueblos, pero también generar nuevas formas de vida. Es escuchar el silencio del bosque y descubrir que ese silencio está lleno de voces antiguas.
El servicio de guías, las cabañas y la experiencia comunitaria son más que un paquete turístico: son un puente entre el pasado y el presente, entre la tragedia y la resiliencia. Y para el viajero que se atreva a recorrerlo, el recuerdo quedará grabado como lava en la memoria.
