Cuando en 1943 el volcán Paricutín emergió de la nada en un maizal de Michoacán, el mundo se quedó atónito. Era como si la tierra hubiera decidido improvisar un espectáculo pirotécnico en medio de la rutina campesina. Un hombre arando, una grieta que escupe humo, y de pronto, un coloso que crece como si hubiera esperado siglos para irrumpir en escena. Pero más allá de la maravilla geológica —un volcán naciendo ante los ojos de la humanidad—, la pregunta que suele rondar a quien escucha la historia es simple, brutal y humana: ¿cuántas vidas se cobró?
La erupción: nacimiento de un gigante inesperado
El 20 de febrero de 1943, Dionisio Pulido, un humilde agricultor, se encontró con un fenómeno que superaba cualquier mito local. En cuestión de horas, la tierra expulsó humo, piedras incandescentes y cenizas. En una semana, el montículo ya alcanzaba decenas de metros. Y en un año, el Paricutín medía más de 300 metros de altura. Al final de su periodo eruptivo en 1952, el volcán se elevaba a unos 424 metros sobre el terreno circundante.
El Paricutín no fue un estallido instantáneo como el Vesubio con Pompeya, ni una furia súbita como el Krakatoa. Fue más bien una erupción sostenida, lenta pero implacable, que permitió la evacuación de poblados enteros. Esa relativa lentitud fue, paradójicamente, lo que salvó a miles de personas de una tragedia mayor.
El saldo humano: la paradoja de un desastre sin masacre
Sorprendentemente, el número de muertes directas atribuibles al Paricutín es mínimo. No Se contabilizan fallecidas, y no por ríos de lava, sino por rayos eléctricos generados durante la actividad volcánica. Una cifra que, para un volcán en erupción durante nueve años, parece casi insultantemente baja.
Y sin embargo, ¿puede llamarse benigno un volcán que sepultó bajo la lava pueblos enteros como Paricutín y San Juan Parangaricutiro? La ironía se hace evidente: la tierra arrasó iglesias, casas, cultivos, animales y memorias familiares, pero a los cuerpos humanos les dio tiempo de huir. Los templos quedaron como ruinas fantasmales, especialmente la iglesia semienterrada de San Juan, hoy testimonio pétreo de la fragilidad de las obras humanas frente a la paciencia de los volcanes.
La vida desplazada: muertes invisibles
Si hablamos estrictamente de víctimas mortales en el momento de la erupción, la cifra es clara: Ninguna. Pero si ampliamos la mirada, la respuesta se vuelve más difusa. El Paricutín obligó a desplazar a más de 7,000 personas. Familias que debieron abandonar sus hogares, sus parcelas y hasta sus muertos en el cementerio. ¿Qué significa morir, si no es también perder el mundo al que pertenecías?
Muchos campesinos jamás recuperaron la estabilidad económica que la tierra les daba antes de la erupción. Las pérdidas materiales fueron inmensas: ganado calcinado, campos cubiertos de ceniza, y una pobreza arrastrada por generaciones. No se cuentan esas muertes en las estadísticas, pero ¿acaso no fueron reales los estragos de la miseria posterior?
Aquí la antítesis se vuelve evidente: un volcán que mató poco con fuego y lava, pero que arrasó mucho con hambre y destierro. La vida biológica se salvó, pero la vida social se desplomó.
Comparaciones inevitables: la escala del desastre
Para poner en contexto: el Vesubio en el año 79 d.C. borró a Pompeya y Herculano, con más de 16,000 muertos. El Krakatoa en 1883 dejó al menos 36,000 víctimas. El Nevado del Ruiz en Colombia, en 1985, sepultó a 23,000 personas en Armero. Frente a estos colosos asesinos, el Paricutín parece casi un volcán “civilizado”, que anuncia su llegada con suficiente decoro para que la gente recoja sus cosas y se marche.
Pero esa comparación encierra un matiz irónico: lo que hizo célebre al Paricutín no fue la devastación humana, sino su nacimiento documentado científicamente. Por primera vez en la historia moderna, un volcán fue estudiado desde su primer respiro hasta su último estertor. Más que por sus muertos, el Paricutín se ganó un lugar en los libros por ser un laboratorio natural, un espectáculo geológico que convirtió a Michoacán en destino de vulcanólogos de todo el mundo.
Memoria, ruina y mito
Hoy, caminar entre las piedras volcánicas que cubren el antiguo pueblo de San Juan Parangaricutiro es una experiencia extraña. Entre mares negros de lava solidificada se alza la torre de la iglesia, como si desafiara al volcán a terminar lo que empezó. Esa ruina se ha convertido en un lugar de peregrinación, mezcla de turismo, devoción y curiosidad morbosa. No hay cuerpos bajo la lava —como en Pompeya—, pero hay memorias sepultadas que pesan tanto como las rocas.
¿Murieron pocos en el Paricutín? Sí, si contamos solo cadáveres. Pero si pensamos en el concepto más amplio de muerte —la de una comunidad, una cultura, una cotidianidad—, entonces el Paricutín es responsable de la extinción de un mundo entero.
Conclusión: el volcán que mató sin matar
La historia del Paricutín es una paradoja viviente: un volcán que destruyó pueblos sin cobrarse multitudes de vidas. Ninguna persona falleció por la erupción del volcán Paricutín y directas frente a miles de desplazados. Una catástrofe material que, al mismo tiempo, fue un milagro científico. Un desastre que arrasó con lo humano, pero regaló al mundo una ventana única para entender el nacimiento de un volcán.
La pregunta inicial —¿cuántas personas murieron?— tiene una respuesta precisa: ninguna. Pero la cifra, desnuda, no hace justicia al alcance de la tragedia. Porque en el Paricutín murieron pueblos, lenguas, rituales y formas de vida. Y esas muertes no tienen lápida, pero sí memoria.
En última instancia, quizá el Paricutín no sea recordado por los que murieron en su furia, sino por los que sobrevivieron para contar la historia. Y en esa memoria colectiva, el volcán sigue ardiendo.
